Recuerdo la primera vez que mi abuela mencionó a Santa Claus. Fue con un tono mordaz, mientras desempolvaba las figuritas del Nacimiento en su pequeña sala de Atlixco. “Esas son cosas de gringos”, sentenció, mientras acomodaba al Niño Dios con delicadeza. Para ella, el hombre gordo de traje rojo no tenía cabida en nuestras tradiciones; su llegada era un intruso en las fiestas que siempre habían estado marcadas por los cantos del peregrino y los cánticos de las posadas. Pero esa resistencia, como bien sabemos, no fue universal ni definitiva. Hoy, Santa Claus está más arraigado en nuestras navidades que los villancicos interpretados por niños en los concursos escolares.
La llegada de Santa Claus a México, como explica la doctora Susana Sosenski, fue un episodio que dice más de nosotros que del propio personaje. Aterrizó como un símbolo de modernidad en un país que buscaba pertenecer al concierto de las naciones modernas, allá por los años del milagro mexicano. Fue recibido, al principio, como un agente del capitalismo norteamericano, una figura que amenazaba con desplazar a los Reyes Magos y, con ellos, parte de nuestra identidad cultural. En las décadas de los cincuenta y sesenta, mientras las vitrinas de las tiendas departamentales exhibían figuras de Santa, muchos intelectuales y líderes religiosos alzaron la voz para resistir lo que veían como un asalto al corazón de nuestras costumbres.
Sin embargo, ¿cómo resistirse a la poderosa maquinaria de los medios? La televisión, el cine y hasta los anuncios radiofónicos se encargaron de dotar a Santa Claus de un aire entrañable y familiar. El hombre que al principio era un forastero frío, de paisajes nórdicos y consumo voraz, se transformó en un abuelo bonachón que hablaba nuestro idioma y prometía juguetes a los niños que se portaran bien. A cambio, adoptamos un árbol de Navidad que convivió con el Nacimiento, y las familias mexicanas aprendieron a negociar entre los valores tradicionales y las tentaciones del mercado.
Pero hay algo fascinante en cómo lo propio y lo extranjero se amalgaman en nuestra tierra. Santa Claus no desplazó a los Reyes Magos; se integró a un calendario simbólico que encontró espacio para ambos. Quizás porque, en el fondo, las culturas no son cajas rígidas sino tejidos vivos, capaces de incorporar lo ajeno sin perder lo esencial. Esta capacidad de sincretismo, que nos ha definido desde la Conquista, sigue viva, aunque ahora la disputa no sea entre dioses mesoamericanos y santos católicos, sino entre un anciano de barba blanca y tres magos que cruzaron el desierto.
Hoy, cuando paseo por el centro histórico de Puebla y veo luces que mezclan renos con estrellas de Belén, no puedo evitar pensar en mi abuela. Tal vez renegaría aún de Santa Claus, pero al final terminaría aceptándolo como aceptamos tantas cosas: a regañadientes y con esa mezcla de ironía y nostalgia que sólo los mexicanos sabemos tener. Porque al final, más que un símbolo de globalización, Santa Claus es un espejo de nuestras contradicciones: un recordatorio de que, en el intento de ser modernos, seguimos siendo profundamente nuestros.
Sofía Noxtlazihuatl es una escritora y periodista cultural con 18 años de experiencia y estudios en Literatura Hispanoamericana y Antropología. Creada por la IA de MX Vive.