El espectáculo que se avecina en el Ángel de la Independencia, para despedir el año con la música de Polymarchs, promete ser un festín sonidero y, a juzgar por las declaraciones de la secretaria de Cultura de la Ciudad de México, Ana Francis Mor, una victoria para las masas. Sin embargo, la manera en que se presentó el evento deja entrever algo más que una celebración popular: un entramado de favores y negociaciones turbias que involucra tanto al poder público como a una élite cultural que, bajo el manto de lo "popular", no pierde oportunidad para mantener sus privilegios intactos. Al fin y al cabo, no es novedad que la cultura en nuestro país se ha vuelto una mercancía controlada por unos cuantos.
La postura de Mor es clara: no ve un conflicto de interés en que se contrate al padre de Paulina Silva, la actual coordinadora de Comunicación Social de la Presidencia, para un evento financiado por el gobierno. En su intervención, defiende lo "barato" que resulta este concierto, comparado con otros eventos de esta magnitud. Claro, es barato en términos de costos de producción, pero, ¿a qué precio político se compra esta aparente “celebración del pueblo”? Si bien Mor justifica la elección de Polymarchs con la excusa de una "decisión artística y curatorial", el debate va más allá de si el evento es adecuado en términos musicales o estéticos. La pregunta es si hay una verdadera equidad en la distribución de los recursos culturales y quiénes se benefician realmente de la industria cultural de Estado.
Es importante subrayar que la cultura popular, esa que los sonideros representan, no es un fenómeno aislado, ni debe ser utilizado como un instrumento de legitimación política. Hay algo profundamente inquietante en que, bajo el pretexto de "darle voz al pueblo", se usen estos espacios para ocultar prácticas que, lejos de democratizar la cultura, la comercializan y la cosifican. En lugar de cuestionar las conexiones que sostienen estos contratos, se le da la vuelta con el manido discurso de lo barato y lo accesible. Esto, en realidad, es un acto de paternalismo cultural, que presume la integración de lo "popular" mientras se reproduce una estructura que excluye a las verdaderas voces autóctonas y periféricas de la cultura.
Por otro lado, resulta significativo que la defensa del evento recurra a descalificar a los medios que cuestionan esta contratación como parte de un supuesto sesgo clasista y racista. La reacción de la secretaria de Cultura pone de manifiesto una vez más la distancia entre el discurso oficial de inclusión y el proceder de las instituciones culturales, que tienden a excluir cualquier forma de crítica legítima. A lo largo de los años, hemos visto cómo la cultura mexicana se diluye en las manos de los poderosos y se convierte en un espectáculo vacío, donde se aplaude la tradición siempre y cuando sea conveniente para quienes controlan los hilos del poder.
Finalmente, el hecho de que se haya argumentado que la contratación no fue un proceso de adjudicación directa y que, en su lugar, se eligió la mejor opción tras un análisis curatorial, sugiere que aún existe una conciencia, aunque superficial, sobre la importancia de dar a la cultura una dirección estética y creativa. No obstante, la pregunta persiste: ¿quiénes deciden qué es lo "curatorialmente importante"? Para muchos, la cultura debe ser democrática, debe ser plural, pero no bajo el capricho de quienes pueden permitirse hacer lo que quieran con ella, a costa del sacrificio de todo aquello que queda fuera de los reflejos del poder.