En las charlas sobre género, una queja frecuente entre los hombres es: “¿Y nosotros qué? También sufrimos”. Y es cierto, los hombres enfrentamos presiones y expectativas que pueden ser asfixiantes, pero si miramos con atención, muchas de esas cargas no son ausencia de privilegio, sino el precio que pagamos por sostener el sistema machista que decimos no controlar. En este sistema, la incapacidad de ser vulnerables, llorar o pedir ayuda no es una señal de desventaja estructural; es una consecuencia del poder disfrazado de fortaleza.
El patriarcado nos educa con la promesa de que seremos los fuertes, los proveedores, los que mandan. Nos regala el control y la autoridad, pero nos quita el derecho a compartir nuestras debilidades. Si lloramos, “no somos hombres de verdad”; si pedimos ayuda, somos “fracasados”. Este contrato social no nos quita privilegios, nos restringe emociones. Sin embargo, esto no hace del machismo nuestro enemigo directo, porque a cambio de esa supuesta fortaleza, ganamos la aceptación de un sistema que nos coloca, constantemente, por encima de las mujeres.
A menudo, confundimos vulnerabilidad con debilidad, y en este error radica el problema. Decimos que “no tenemos privilegios” porque no podemos mostrar nuestros miedos, cuando en realidad sí los tenemos: ocupamos posiciones de poder, ganamos más por el mismo trabajo, y rara vez somos juzgados por nuestras decisiones en casa, en la oficina o en nuestra vida sexual. La paradoja es que el costo emocional de este privilegio es autoimpuesto. El machismo nos formó, pero nosotros elegimos perpetuarlo al usar el silencio y la fuerza como herramientas de validación social.
Reconocer nuestros privilegios no es sencillo porque implica renunciar a ese comodín que siempre tenemos a la mano: el de sentirnos víctimas de nuestras propias decisiones. No es fácil aceptar que hemos sostenido un sistema que nos perjudica emocionalmente pero que, al mismo tiempo, nos da ventajas prácticas. Nos acostumbramos tanto a las jerarquías que hemos olvidado que las cargas emocionales no son una falta de privilegio, sino una forma de perpetuarlo.
Si queremos realmente avanzar, debemos deshacer esta confusión. Reconocer que ser vulnerables no es un fracaso y que desmantelar el machismo no nos quita poder; nos libera de su cárcel. Podemos elegir ser los hombres que lloran, que sienten, que se abren, sin perder de vista que nuestras emociones no borran los privilegios que este sistema aún nos otorga. Porque ser "aliados" no empieza en el discurso, empieza en aceptar que la lucha no es sólo de ellas, sino también por nosotros mismos.
Oskar Mijangos, CEO de MX Vive, comunicador apasionado con más de 15 años de experiencia