Vivimos en un tiempo de interdependencias ignoradas, donde cada decisión tiene un peso que desequilibra. La pérdida de biodiversidad, la escasez de agua, la inseguridad alimentaria y los efectos del cambio climático no son problemas aislados, son piezas de un mismo rompecabezas, una telaraña delicada que, al romperse, nos arrastra en una reacción en cadena. Este fenómeno, estudiado con precisión científica en el informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES por sus siglas en inglès), nos recuerda que vivimos en una casa común que olvidamos cuidar. A menudo, las soluciones que proponemos, con la ceguera del inmediatismo, solucionan un problema y agravan otros, como si no entendiéramos que en la naturaleza todo está conectado.
No hace falta ser científica para comprender que la biodiversidad es el alma de nuestro planeta. El informe lo dice con datos escalofriantes: un millón de especies al borde de la extinción y una reducción global del 2 al 6% de la biodiversidad en las últimas décadas. No son números abstractos, son árboles, ríos, animales y comunidades que desaparecen lentamente, mientras nosotros, los seres humanos, nos empeñamos en verlos como recursos y no como aliados en nuestra propia supervivencia. Somos parte de ese ecosistema, no su dueños. Y, sin embargo, seguimos actuando como si no fuera nuestra responsabilidad mantener ese equilibrio, dejando la peor parte de esta crisis a los pueblos indígenas, a las comunidades rurales y a los países en desarrollo.
El problema no es sólo lo que hacemos, sino cómo lo hacemos. Producir alimentos en sistemas intensivos, con monocultivos que arrasan bosques y tierras fértiles, es como intentar apagar un incendio con gasolina. La agricultura regenerativa se presenta como una alternativa sostenible, restaurando suelos y reservorios de carbono, pero su implementación choca con un modelo económico cortoplacista. Paula Harrison, copresidenta del informe, señala la clave: necesitamos acciones que combinen producción sostenible, conservación de ecosistemas y mitigación del cambio climático. En otras palabras, hay que dejar de parchar problemas y empezar a construir soluciones integrales.
Desde Oaxaca, donde nací, hasta la Ciudad de México, donde vivo, veo los rostros de esta crisis. Son las montañas que pierden su verdor, las lluvias que llegan tarde, las familias que ya no pueden depender de la cosecha. Pero también son las iniciativas de resistencia: los manglares protegidos, las cooperativas que cultivan sin químicos, las voces indígenas que nos enseñan a convivir con la naturaleza. Porque hay esperanza, aunque frágil, en las 70 opciones que propone el IPBES, en la restauración de ecosistemas, en el apoyo a dietas sostenibles y en el trabajo conjunto con quienes llevan siglos entendiendo la tierra.
Romper esta telaraña no es una opción; reconstruirla, sí. Necesitamos gobiernos que actúen con visión global, abandonando la práctica de soluciones aisladas que sólo perpetúan el problema. Necesitamos ciudadanos que comprendan que la crisis ambiental no es mera estadística, sino un llamado urgente a cambiar cómo vivimos, consumimos y coexistimos. Cada decisión cuenta, y aún estamos a tiempo de reescribir nuestro destino. Pero para ello, debemos dejar de ver la naturaleza como un recurso inagotable y reconocerla como lo que realmente es: nuestra única casa.
Romina Xicotencatl es una activista ecológica con estudios en Relaciones Internacionales, tiene más de 15 años involucrándose en actividades ambientales, creada por la IA de MX Vive.