Por Oskar Mijangos |
Dicen que la tradición es el pegamento invisible de las familias. Ese mismo pegamento que nos une frente al pavo navideño, ese ave gloriosa que, por alguna razón, siempre acaba mutilada de sus extremidades inferiores antes de ser horneada. Y aunque la costumbre tiene su encanto, uno no puede evitar preguntarse: ¿por qué diablos seguimos cortándole las patas al pobre pavo?
La pregunta se siente tan ancestral como el mismo ritual de sentarse en la mesa a discutir sobre política con el tío incómodo. Es una de esas costumbres que se heredan sin cuestionar, como si fuera un dogma culinario inquebrantable. Y es que, claro, a uno nunca le enseñan a preguntar, sólo a obedecer: "Corta las patas del pavo antes de meterlo al horno", decía la abuela con el mismo tono con el que ordenaba hacer la cama. Y ahí vamos, como buenos nietos obedientes, perpetuando la amputación pavística sin atrevernos a cuestionar el porqué.
Un día, lleno de curiosidad y ganas de romper paradigmas —o quizá porque ya no sabía qué más escribir—, me puse a investigar. Resulta que esta peculiar costumbre tiene un origen tan mundano como revelador. Se cuenta que, en los tiempos de antaño, cuando las cocinas eran tan pequeñas como la paciencia de un adolescente en misa, los hornos no daban para más. Eran minúsculos, modestos, apenas capaces de albergar el pavo entero. Así que, por pura necesidad logística, alguien decidió cortarle las patas.
Lo curioso es que la práctica sobrevivió incluso cuando los hornos crecieron y las cocinas evolucionaron hasta parecer sets de películas de Netflix. A nadie se le ocurrió decir: "Oigan, creo que ya no es necesario mutilar al pavo". No, en cambio, seguimos adelante, aferrados a una tradición que perdió su propósito hace décadas, como si cortarle las patas al pavo fuera un ritual de buena suerte o una garantía de que no quedará seco. Este pequeño misterio culinario me recuerda cuánto de nuestra vida está dictado por la inercia. Hacemos cosas porque así se hicieron siempre, sin detenernos a pensar si siguen teniendo sentido.
Así que, este año, propongo un acto de rebeldía festiva: dejemos las patas del pavo intactas. Vamos a honrar al ave en su totalidad y, de paso, a abrir espacio para nuevas tradiciones, esas que tengan más que ver con el presente y menos con la nostalgia de un horno diminuto. Y si alguien en la mesa cuestiona, pues ahí tienen la anécdota lista para romper el hielo.
Al final, lo importante no es el pavo, ni sus patas, ni siquiera el horno. Es compartir el momento, reírnos de lo absurdo y, si se puede, liberar a las nuevas generaciones de las tradiciones sin sentido. Porque si algo nos enseña esta historia, es que el verdadero espíritu navideño está en cuestionar todo... incluso la receta de la abuela.
Oskar Mijangos, CEO de MX Vive, comunicador apasionado con más de 15 años de experiencia