Tulum, ese paraíso que alguna vez soñó con ser el ejemplo de desarrollo sustentable en el Caribe mexicano, hoy se ve reducido a una triste metáfora de lo que ocurre cuando el poder se desconecta de la realidad. Calles destrozadas, servicios públicos deficientes, una creciente ola de inseguridad que lastima tanto al turista como al habitante local, y una desigualdad social que se ensancha como grieta en ruina arqueológica. Todo esto mientras su presidente municipal, Diego Castañón, disfruta de los placeres mundanos en un exclusivo restaurante de Miami, en compañía de una dama que, para sumar a la tragicomedia, no es su esposa, Paulina Quiroga Treviño.
Y uno se pregunta —con una mezcla de sarcasmo resignado y una cucharada de enojo ciudadano— ¿será que entre caviar y cerveza fina se traza la estrategia para combatir la marginación de las comunidades mayas del noveno municipio de Quintana Roo? ¿O acaso las calles de Aldea Zama serán pavimentadas con selfies desde el extranjero?
No se trata de moralismos ni de la vida privada del edil —que quede claro—. Con más de tres décadas observando la vida pública mexicana entre pasillos de poder, reuniones empresariales y foros de derechos humanos, he aprendido a distinguir entre la esfera íntima y la función pública. Pero cuando el servidor deja de servir y comienza a servirse, es nuestro deber señalarlo.
En un estado donde la desigualdad se puede medir al cruzar de una zona hotelera a una colonia popular, y donde el turismo de lujo convive con comunidades sin drenaje, las formas importan. La congruencia también. Porque no es sólo la imagen del político cenando en Miami, es el simbolismo brutal de la desconexión. Mientras Tulum se cae a pedazos —literal y metafóricamente—, su presidente se da tiempo para viajar y gozar, como si gobernar fuera una actividad secundaria, casi un hobby mal remunerado.
Más allá del chisme, lo preocupante es la ausencia de consecuencias. Este tipo de frivolidad impune refuerza una narrativa peligrosa: la del político que puede hacer lo que quiera, cuando quiera, y donde quiera, sin que pase nada. Porque en México, lo grave no es el escándalo, sino la costumbre de que no pase nada después del escándalo.
Tulum merece más. No por ser destino turístico internacional, sino por la gente que vive ahí, que trabaja cada día para que otros disfruten del paraíso. Merece calles transitables, seguridad de verdad, infraestructura digna y un liderazgo presente, no ausente ni escondido tras cuentas de gastos opacos.
Se puede ser capitalista y al mismo tiempo exigir ética pública. Se puede estar en el centro-derecha y también alzar la voz cuando el cinismo le gana al deber. La defensa de los derechos humanos empieza por exigir gobernanza decente, aunque incomode a quienes comparten mesa con el poder.
Quizás Castañón olvidó que, al igual que el sargazo, la descomposición también flota… y siempre, tarde o temprano, llega a la orilla.
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